miércoles, 9 de diciembre de 2009

Mexican Safari

Ahora, entre el aura del pepsi árbol, en proximidad al bicentenario, voy desarrollando un infranqueable interés por el llamado Síndrome de Estocolmo. ¿Acaso las celebrecaciones patrias no son festejar a los captores?

Este texto fue publicado el pasado septiembre en DEEP.

Hace unas semanas, cuando el transporte público era aún un deporte extremo de otra índole (sólo había que esquivar cabezazos y manoseadas, mas no una epidemia), viví un episodio peculiar en el metro. Era domingo por la noche, regresaba a casa acompañado de un buen amigo quien también es mi vecino. En una estación intermedia, en un soliloquio debrayado y un arrogante tambaleo, sube al vagón un personaje digno de un performance de Gómez Peña: un albañil chaparro, panzón y cincuentón, entallado en una playera del concierto de los Estounz (los Rollin, pa’ que me entiendan), en un estadazo más allá del bien y el mal.

Con los ojos en espiral y con ese fatigador exceso de ganas de contacto, característicos del trance etílico, su aliento a Don Pedro y caguama empieza a llenar el ambiente, infundiéndole de un cierto misticismo. ¡Es como para que le den chamba en el Cirque de Solei, el que siguiese de pie sin agarrarse de los tubos! Con su voz desajustada y pulsante, aludiendo a mí —por güero, evidentemente— con sus ademanes cósmicos, prosigue a declamar, como si frente a una hueste de seguidores, que los “pinches sudamericanos se vayan de México”.

“¡Esto es México!”, grita con febril ahínco, al borde de un quebranto emotivo casi enternecedor. Continúa, sacudiendo el cuerpo poseído, como si visualizando un estadio coreando en un especial de Televisa del mes patrio, “¡México!, ¡México!, ¡México!”. Así, continúa un rato, buscando el apoyo de su público (un par de señoras notablemente agotadas, a punto de agarrarlo a bolsazos si se les acerca). Me desafía con miradas densas, sus cánticos dolidos y una danza que parece sacada de un festival tradicional de chamanes Mongoles. El metro llega a mi estación, me levanto, le sonrío incómodo, y entre los inspirados balbuceos del mexicanísimo, bajo.

Camino a casa lo platico con mi amigo, entre carcajadas y lo que describiría como una cierta angustia. Esta incertidumbre, con el paso de los días se torna inevitablemente en reflexión: ¿Qué es eso de ser mexicano? ¿De qué se trata? ¿En qué se basa? ¿De no ser por los extranjeros para contrastarnos, hay mexicanidad? Digo, desde que tengo memoria, debo aceptar que sencillamente no entiendo el grito de la independencia o de qué va esa necedad de ponerle banderitas al coche. ¿Qué, no basta con el IVA, el ISR y el IEUTU?

Si bien cuando viví en los Estaizs (EUA), al ver que ponían banderas gringas en sus carros o patios me parecía de lo más terrorista, ¿porqué debería gustarme cuando se trata del Águila y la Serpiente en el Nopal? Esa manía por ver al presidente o el delegado municipal rebosante de cinismo y regordete orgullo, con una franja de mister México en el pecho, haciéndola de a líder del popolo, suene y suene una campana, me sigue pareciendo bastante bizarra. No es que sienta antipatía o molestia siquiera, sino que simplemente, y a pesar mío, nomás no entiendo de qué, si de algo, se trata.

¿Qué se supone me hace mexicano? ¿Dónde se ubica ese je ne se quois que me certifica como 100% Mexican?: el que con frecuencia digo “chinga tu madre” ó “cámara compa”; que a veces las telenovelas me recuerdan a la manera en que lidio con mis sentimientos, o el que, cuando fuera del país, me siento obligado a irle a la selección nacional, así como me siento obligado a defender el tequila o la tortilla o que Texas era parte del territorio nacional; o será que ser mexicano reside en la forzosa vergüenza que siento en algunas fiestas por no saberme ni una maldita canción de José Alfredo; será que fuera de territorio Telcel me identifican más con Ricky que con Cris Martín, ó porque he llegado a considerar que Timbiriche es kitsch; quizás ser mexicano reside en que he cantado el himno nacional con cara de santurrón, la mirada en alto y la mano en el pecho, ó que he leído a Paz, Monsiváis, Ríus y a Chespirito, así como he ingerido dosis nauseabundas de Lucerito y Luís Miguel. ¿Acaso eso de ser mexicano se dará porque trago carnitas como si fueran caramelos de piñata de posada y no me rajo con la salsita habanera, o tan sólo porque pago impuestos para una deuda externa desorbitante, sobrealimentando a una bola de funcionarios gandalletes e incapaces, o será simplemente porque conseguir una visa gabacha es un reverendo desmadre?

En fin, no lo sé, pero recordando con cariño al herido performancero gratuito y confrontativo de aquel domingo, concluiré lo siguiente: México es un concepto brutal, insidiosa e irónicamente venerado más por quien más jodido está por este concepto; y, que ser mexicano suele ser poco más que un motivo aguado para alucinar sudamericanos por doquier, odiar y adorar simultáneamente a los europeos y venerar todo lo que digan las televisoras nacionales —sobre todo si lo dicen con edecanes rubias. Ser mexicano no es en general más que una excusa mal librada para destruir familias un domingo por la noche (¿Te imaginas lo que fue recibir en casa al prepotente e impotente bailarín nacionalista?). Debo agregar que todavía resiento dicho encuentro, por una razón en especial: por haberme recordado lo lejos que estoy de conocer Sudamérica algún día pronto.