lunes, 9 de mayo de 2011

Lady Gaga. La elegida del pop


aquí va el texto sobre Ms. Gaga, publicado este pasado domingo en El Ángel...


"Parte de dominar el arte de la fama es lograr que las personas presten atención a lo que quieres y que no le hagan caso a lo que no quieres que le hagan caso", comenta la hipercélebre cantautora electropop Lady Gaga en entrevista para 60 Minutes. Es quizá simplista, pero dentro de su lógica llega al meollo de la fama y el mercado donde se entreteje: la atención.

Hoy en día, este factor pretende medirse más que en cualquier otro punto de la historia, debido al modo en que las tecnologías dan cuenta de las tendencias y movimientos de la atención global y a la cantidad de horas en que un número creciente de personas nos encontramos enchufadas a algún tipo de medio. Pasa que el vertiginoso ascenso de Gaga a la cumbre de la celebridad, en sólo tres años desde su álbum debut, titulado con y sin ironía "The Fame" en 2008, tiene una correlación significativa con la tecnología. Gaga es la primera gran diva del pop en la era de las redes sociales, pero más aún, gran parte de su pronta y exuberante fama se debe a que ella apela a la generación de nativos de la Red.

Pero, como suele ser el caso, los efectos de la tecnología y las estadísticas asociadas en torno a la atención global dicen más y menos de lo que intentan decir. Particularmente en la época del Broadcast Yourself, donde los míticos 15 minutos de fama profetizados por Warhol puede que no tarden en lograr que, al menos por 15 minutos, nadie sea famoso. Digo, si todos somos famosos es como si nadie lo fuese, ¿no? Así, es probable que tantos de los récords que ostenta Gaga, como la cantante con un sencillo en el número 1 de los Charts en el Reino Unido (seguida por los protobeatlescos hermanos Gallagher), o el de ser, a sus 25 años, la mujer más buscada en Google (siendo Michael Jackson el hombre más cotizado por este buscador), seguida por la ex gobernadora de Alaska Sarah Palin.

También, se encuentra entre los 10 videos más vistos en Youtube, con Bad Romance, precedida apenas por un prepubescente Justin Bieber, y en cuya lista se encuentran videos como el de Charlie bit my Finger, donde un pequeño niño es mordido por su hermano menor —y nada más. Todo esto indica un factor extra: que ahora la audiencia también se regocija en su poder para hacer estrellas, clic por clic.

"Todos somos superestrellas", decreta Gaga como parte del mensaje motivacional semiterapéutico que su más reciente disco "Born this Way" (2011) entrelaza. Seguro que su confianza en sí misma (o en su creación, Gaga) es inspiradora, pero a veces dudar un poco de sí mismo o sentirse inadecuado previene de disparar a gente en el metro u otras cosas así. Como quiera, no es coin- cidencia que su historia, como la de tantas otras estrellas, insinúe ese mito del talento descubierto y el tránsito de la pobreza a la opulencia. Como tantas otras biografías pop, es una narrativa sobre el credo: creer en el sueño de sí mismo, y encontrar quienes crean en ese mismo sueño. Pero la palabra clave aquí es realizar: hacer realidad.

Pero el "tú también eres una superestrella" tiende, a su vez, a insinuar que si no tienes la fama y la lana de una superestrella es porque en realidad no cuentas con las virtudes del estrellato (aunque seas una estrella en tu propia mente). La fórmula parece básica: estar en el lugar correcto a la hora indicada para ser descubiertos (¿como América?) por algún iniciado en los misterios de la fama. Es una trama de coincidencias auspiciosas. Así, un equipo de producción con todo el know how necesario terminará de resignificarte de modo que genere en los otros una mirada de adoración/envidia/desconcierto/expectativa/deseo y, claro, el talento.

Pero el todo resulta más que la suma de las partes, extendiendo sobre la estrella naciente un halo retacado de aquel je ne sais quoi del estrellato, una suerte de divinidad que siglos atrás estaba reservada para los santos y luego para los genios, pero, ahora, la celebridad es la divinidad.


En este sentido, Gaga ocupa un sitio simbólico en el imaginario de una cultura; una cultura unificada, según lo expresa David Foster Wallace, ya no tanto por sus creencias, sino por imágenes en común, sugiriendo que nuestra conexión con otros se basa ahora, sobre todo, en un modo de atestiguar la realidad. Pero el rol que ocupa Gaga no es novedoso, aunque la perpetua vanguardia (su revolución institucional) a la que se ve obligada haría parecer que sí. Sus trucos: el shock, la androginia, la autoparodia y el sobresexuado desafío a ciertas normas, lo vemos en tantos de los ídolos de Gaga: David Bowie, Madonna, Cindy Lauper...


Más que de profeta de la innovación del Pop —y en verdad que creo que es una artista muy capaz—, su rol es de Elegida. Y es que la tecnología y la producción no bastan para dar un recuento de su fama, es decir, ¿por qué ella y no Christina Aguilera? Tal y como lo fue Britney o en su momento Lady Di, Gaga es una figura icónica con la cual una chica común puede identificarse y llegar a creer que ella también puede ser parte del mundo fantástico de la realeza, ya sea la de la farándula o en el sentido literal, con príncipe azul (Carlos) y todo el rollo. Es una figura de proyección para la vivencia vicaria. Su icono popular es como un avatar por medio del cual se puede vivir, de pronto, otra vida, una sin reservas. Eso en cuanto a Lady Gaga, ahora que quién es Stefani Joanne Angelina Germanotta, la artista que creó y encarna a Gaga, no sabemos y probablemente no importa.


Pero como demuestran programas tales como "Breaking the Magicians Code", saber que un truco es un truco no quita el gusto por la ilusión y la capacidad que tenemos de suspender nuestra incredulidad para ello. Entre mejor sea la producción menos se nota que lo producido es algo producido. Además, esto es de los placeres más comunes de la posmodernidad, la distancia irónica: donde se es célebre pero al mismo tiempo se muestra ser consciente de la deconstrucción de la celebridad. Digo, ¿cuántos detrás de cámaras no hemos visto? Pero ésa es la promesa del pop que con todo su glamour y su exageración coquetea con nuestros sentidos y promete sacudir un principio de realidad con un principio de placer, para llevarnos a un mundo mágico; pero más que eso, promete restituir a este mundo su magia intrínseca. Así, de modo cíclico, alguien es convocado por el imaginario social a ocupar el sitio de alto pontífice del pop; alguien es requerido para conducir sus ceremonias.

Esta realidad debe ser sacrificada en el altar de la teatralidad para poder así reemerger a plenitud con sus cualidades acentuadas. Es por ello que los sumos sacerdotes del pop deben pagar un precio por su poder, precio que Gaga tiene muy presente y supone aludir y parodiar en su álbum "The Fame Monster" (2009). Gaga comenta: "Todos quieren ver el deterioro de una superestrella... ¿no es esa la época en la que vivimos? Una época donde queremos ver a la gente que lo tiene todo, perderlo; es dramático. Pero yo no soy así en mi propio tiempo; no soy una chica que encuentras vomitada en un antro".



La atención global espera un sacrificio, y la estrella sacrificada así logra su inmortalidad, como Michael Jackson o Britney Spears; pero hay quienes lidian con la inmortalidad como vampiros, como el caso de Madonna, o quienes se convierten en zombies, como Ozzy Osbourne (o Cher, que está entre una categoría de ultratumba y la otra). Aún algún rastro de enajenación pop en mí espera que Gaga sea más una suerte de Rimbaud del electropop y que pronto declare que ya no tiene más que decir, que el avant garde ha muerto y que la vida está en otro sitio y huya para vivir; si no para convertirse en traficante de armas en el corazón de África, sí para vivir, nada más. Me pregunto por qué eso me suena esperanzador o algo así.

Y ahora lo vemos en series de televisión como "Glee" y de modo memorable y explícito en una película de la talla de "Dancer in the Dark", dirigida por Lars von Trier y protagonizada por la estrella pop islandesa Björk, quien interpreta a una trabajadora de una fábrica cuya vida se ve continuamente interrumpida por sus fantasías musicales. Bajo el hechizo de estas interrupciones o distracciones, todos en la fábrica o en la escuela bailan y cantan en elaboradas coreografías musicales, donde la sincronía es total y la vida se encuentra restituida a su merecida gloria dramática. La idea es desafiar y transformar la inerte opacidad de la neurosis cotidiana.

La mitología del Pop y su panteón de deidades procuran en el imaginario colectivo un reencuentro con la exuberancia y desfachatez que saboreamos en el breve rapto de esta vida humana.

Tal es el efecto que tiene la aparición de Jenny y Jackie Gaga en el metro de la Ciudad de México (y luego en Youtube, claro) quienes cantan, de improvisto, con todo y coreografía, "Bad Romance", de Lady Gaga, en un vagón a cambio de una cooperación.

El Pop, expansivo y mágico, como todo milagro, es fugaz; sus imágenes nos acompañan, delineando los márgenes de lo ordinario y lo extraordinario. Pero crecientemente, la amplificación de mensajes como la celebridad de Gaga se ve también desafiada por mensajes azarosos y patrones erráticos de la atención global, así, en el futuro no sabemos si los efectos secundarios de la obra de Mario Vargas Llosa o de Lady Gaga serán más influyentes sobre la narrativa que acordaremos en llamar realidad, que los efectos que puedan tener la semántica de la cara de Sarah Palin o un video de Jenny y Jackie Gaga.



domingo, 1 de mayo de 2011

el rating de la fe

Recién publicado en el Milenio Semanal, a modo de reflexión forzada por la beatificación de Juan Pablo II... agradeciendo a Valerio Gámez las imágenes...

Entre el marketing de la boda real y la salvación como el producto de productos que vende la Iglesia, se establecen vasos comunicantes, relaciones entre la publicidad y la fe.


Los ratings y la fe son fenómenos casi simétricos, que aluden ambos a la colocación de la atención o la devoción: pocas cosas atraen tantos espectadores como la sensación de que la realidad está por redefinirse —de que se está haciendo historia, algo nunca antes visto, vamos. En la jerga de la producción de espectáculos esto puede denominarse como “efectos especiales”, y ninguno hay tan deslumbrante como un buen milagro, una de cuyas definiciones es: una intervención divina, o una interrupción perceptible de las leyes de la naturaleza. En esta definición se develan un par de atributos de la llamada divinidad: 1) Requiere rebasar nuestra concepción de la causalidad, y 2) Debe encontrarse por encima de cualquier Ley. Entre la beatitud y la canonización hay sólo un milagro extra de por medio.

De cualquier forma, no sabría determinar cuál de los siguientes grandes eventos tendrá más rating, es decir, recibirá más atención global: la boda real o la beatificación de Juan Pablo II. Si me viese obligado a decidir, le apostaría a la boda real, ya que tiene todos los elementos llamativos del otro evento y, además, un poco de romance. Pero aunque la beatificación no alcance los ratings que logre la boda (y eso está por verse), sigue siendo avasallador considerar la cantidad de personas que se espera atiendan, en vivo, la ceremonia vaticana; eran más de 300 mil que ahí mismo, en la Plaza de San Pedro, corearon el ocho de abril del 2005 “santo, súbito… santo, súbito” durante el entierro de Juan Pablo II.

Me parece en gran medida irrelevante debatir sobre las condiciones de la beatificación del ex pontífice de la Iglesia Católica Romana. Pero esto tiende a pasar, montándose supuestos dilemas sobre la prontitud del decreto (15 días más pronto que el de la Madre Teresa de Calcuta) o que si tuvo implicaciones su apoyo a personajes involucrados en escándalos sexuales y/o financieros (¿hay de otros?). Quizás sea más pertinente aprovechar un suceso de esta naturaleza para reflexionar sobre el concepto de beatitud o de sacralidad como tal. Es decir, para analizar la institucionalización de la divinidad y sus usos. En cierto sentido, la ceremonia de beatificación es, sobre todo, una reafirmación de los poderes de conferir beatitud que posee la Iglesia. Digo, si alguien puede interceder ante la deidad misma (sea lo que sea eso) e incluso sanar de modo total y definitivo a personas con padecimientos crónicos y degenerativos al instante y sin procedimientos quirúrgicos, ¿para qué necesita esto ser validado por una institución humana?

Lo que resulta de mayor interés aquí es cuestionar el pensamiento y la praxis de la fe. Es también una invitación a extender la línea de investigación a preguntas en torno a la religiosidad de mucho de lo que hoy se considera fuera de su gracia: lo secular. ¿Acaso las operaciones del mercado de valores, con todo y la mitología de la “mano invisible del mercado”, no suenan como una suerte de enigma iniciático? ¿Qué, los valores pop dominantes en nuestra cultura y las celebridades que los “encarnan” no son una especie de panteón de deidades? ¿Qué, no la publicidad y el marketing pueden entenderse también como una teología litúrgica?

UN PAPA FAGOCITADO POR LOS MEDIOS


Bruno Ballardini, en su brillantemente argumentado Jesús lava más blanco: cómo la Iglesia inventó el marketing (Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2007), plantea lo siguiente: “Después de siglos y siglos de esta influencia (de la Iglesia) en todos los niveles (de la sociedad), afirmar que existe hoy una cultura laica, completamente exenta de elementos católicos, es una ilusión piadosa”. En otras palabras: los fenómenos religiosos presentan un punto de contraste y tensión dramatizado y, por ello, privilegiado, desde el cual reflexionar sobre la condición humana en una cultura mediática. A modo de describir las relaciones públicas del Vaticano, tanto como el asedio (¿místico?) de los medios, Ballardini describe así la estrategia de relaciones públicas de Juan Pablo II: “Se puede afirmar que Wojtyla hizo un uso tan masivo de los medios de comunicación que fue fagocitado por ellos, y él mismo terminó por transformarse en canal de comunicación”. Bien podríamos sugerir, bajo esta lógica, que el Papa polaco entró en comunión con los medios, que fue devorado por los espectadores, para, como el Cuerpo de Cristo, volverse parte de nosotros y, a su vez, comernos por dentro. ¿Estaré exagerando? Sin duda es digno de admiración el ingenio y empuje que la Iglesia ha mostrado en estrategias de marketing (propaganda, testimoniales, puntos de venta, benchmarking, targeting, product uniqueness…). Ya quisieran tantas otras multinacionales tener tal alcance e impacto. El otro lado de esta moneda es la divinización que produce el marketing en las mercancías.

En un caso de esta naturaleza puede que la retórica esté de más, porque los efectos de la fe y del mercado y del mercado de la fe, más que nunca, están fundamentados en imágenes. Los recursos técnicos de la estética de la divinidad, vis a vis los poderes del diseño, pueden vislumbrarse, entre la crítica y la reverencia, en la obra de Valerio Gámez, con particular énfasis en los espectaculares de su serie Moda Dolorosa, la que montó en la Ciudad de México y en Estocolmo en 2003. En ellos se puede observar un Cristo “a la Calvin Klein” que se pasea por el desierto y mira el horizonte galantemente. De lo más prêt-à-porter vemos al modelo luciendo una corona de espinas bañada en oro y una serie de milagros colgando de su camisa púrpura, como quien trae a la vista las llaves de su BMW. Mientras, con esa grandeza y desfachatez que la moda conoce, al hombro lleva un saco violeta y dorado súper catholic-chic.

Hay una diacronía sobreimpuesta y extraña en la obra de Gámez, y en su extrañeza cabe preguntarse sobre el sentido y estilo que tendría una figura como la de Jesús en un mundo mediatizado como el de ahora. Pero a su vez, hay algo en la estética de esta obra —y de aquella de la Iglesia misma que rebasa la temporalidad arraigándose en un barroco delirante, bizarro y erotizado— como puede palparse en su Cama litúrgica, presentada en el Museo del Chopo en 2010: “…en la acepción común, lo sagrado no puede ser sino ‘grandioso’, ‘majestuoso’, ‘imponente’, nunca sutil. Lo sutil difícilmente se comparte y por lo tanto no se adecúa a la masificación. El kitsch es exactamente la consecuencia de la masificación de la estética…”, explica Ballardini en su capítulo “El sagrado kitsch”.


La obra de Gámez desarma, a momentos, por la tensión entre el glamour de la estética eclesiástica y la devoción que exigen la publicidad y sus estándares: así como la top model es top a expensas de que las demás sean menos, el hombre santo, así como el objeto sagrado, lo es a cuestas de todo lo demás. Entre la doctrina de la publicidad y aquella de la Iglesia, generalizando burdamente, se presentan dos versiones absolutas de la vida y la muerte, del origen y el fin y, por ende, una noción de todo lo de en medio. Una clama: “Acumula la mayor cantidad de satisfacción en el menor tiempo posible; disfruta al máximo, ¡ya!”. La otra parece decir: “Pospón tu placer indefinidamente para complacer a la deidad y manipular las leyes del universo para un bienestar a muy largo plazo, post mortem”.

EL PODER DE LA MARCA GENERA FE

Jamás he escuchado a un muerto hablar, aunque haya quien asegure que en Haití esto es posible. No tengo modo alguno de asegurar, pues, qué acontece al morir. Sin embargo, la noción de santidad, concebida como merecedora de reverencia espiritual o asombro, confiere la cualidad de trascender este límite humano de la vida y la muerte, y sirve para reafirmar la validez y credibilidad del producto de productos: la salvación. Siendo que lo divino se refiere a lo asombroso, ¿por qué descartar la mayor parte de nuestras vivencias a nombre de quienes administran el Monopolio de la Fe? Pero los neuróticos ordinarios estamos muy dispuestos a compensar algo tan abrumador como la vida cotidiana con prontas respuestas, como las que ofrece la Iglesia. Como dice Ballardini: “Frente a la masa, el poder de la marca derrota la oscuridad de la incertidumbre. Y genera fe”.

Como conclusión cito de nuevo a Ballardini, cuya propuesta me parece muy sugestiva cuando dice que “la fe no puede ser compartida y, en consecuencia, no puede transformarse en objeto de consumo masivo gracias al marketing, ni puede ser exportada, ni volverse un bien de cambio u objeto de propaganda. Debe ser una cuestión rigurosamente privada y personal. (…) ¿Qué debemos hacer para no dejarnos influenciar más por el ‘es lo que hace la mayoría’ o ‘lo dijeron en televisión’, y dejar de adquirir bienes que ya tenemos, o incluso nuestras propias creencias?”.

Vale la pena confiar en la experiencia viva, a pesar y a través de su asombrosa incertidumbre; experiencia siempre dinámica e incapaz de congelarse en escrituras o ritos. Aunque incómoda, es, si somos sinceros, la única opción. Además, a la larga, no hay rating, por alto que sea, que disipe del todo a la angustia existencial.