viernes, 10 de junio de 2011

Astrofísica del chisme


un ensayo recién publicado en el número 63 de Luvina torno al Contraensayo... Algo sobre tabloides y chismes. Aquí va con ilustraciones del master Luís Carlos Hurtado...


“Lo que hablen de mí nunca me afectará”, declara otra voluptuosa actriz para las páginas de Fama. Y por instantes resulta casi hermoso, el modo en que elucida sobre la ironía del lenguaje mismo; digo, ¿si es inmune a las palabras, entonces para qué enunciarlo? Alguna evidencia tendría Joseph Goebbels para aseverar que “una mentira que se repite mil veces se convierte en verdad”, tanto que a ratos me pregunto si se puede también asegurar la fórmula inversa: una verdad que se repite mil veces se convierte en mentira. Pasa que la distancia entre el chisme y la mentira es la misma que se recorre entre el chisme la verdad. Es lo de menos; lo crucial es la intriga, dar de qué hablar. El chisme en sus entrañas conlleva un impulso místico, donde entre más se penetran los misterios, más nos eluden; el desengaño y la decepción son simultáneos. Así, entre tetas y tragedias, las paradojas de la lengua nos recuerdan cómo un “no hablen de mí”, termina significando “por favor hablen de mí”. Para precisar sobre los trabalenguas y placeres ocultos del chisme, recordemos las épicas palabras de Alaska y Dinarama: Yo sé que me critican, me consta que me odian, la envidia les corroe, mi vida les agobia. ¿Porqué será? Yo no tengo la culpa, mi circunstancia les insulta...

Claro: a quién le importa. La broma es que justo porque no importa, importa. Es decir: no importa (y nunca importó) si es basura o literatura –dado suficiente tiempo todo llega a ser basura (o literatura)—. Comoquiera, no deja de ser una de las narrativas más prolíficas de nuestra época. Es, muy formalmente, aquello que sí leemos los mexicanos, con tirajes de al menos medio millón de impresos por semana. Sus contenidos merecen, si no nuestra admiración, al menos algo de nuestra atención. Pero no desde la moralidad de la pretensión y la sofisticación de la “cultura”; sino con una curiosidad alumbrada, para indagar sobre el entorno y el modo de habitarlo; es decir, la cultura como tal. Ahí donde el entorno y la psique son tan inseparables como Niurka y el desfiguro.

Con foros tan prolíficos y entrañables como los que ofrecen publicaciones como el Tv Notas o el Ooórale, si esto fuese una democracia y yo fuese un político seriamente ambicioso (como un Maquiavelo de Tv y Novelas), plantaría los fundamentos de mis campañas en revistas de tabloides. Así, con subliminales en burda obviedad, propagaría, sin trabas, valores y retóricas específicas a través de modelos estéticos e iconografías repetitivas. Digo, ¿quién puede, en última instancia, discernir claramente entre la ideología y la inercia? Ya después sólo tendría que reiterar y reafirmar al público, para su total satisfacción, lo que ya sabían.

“Feliz cumpleaños señor presidente” se llegó oír cantar a la icónica Marylin Monroe poco antes de morir (¿o ser suicidada?) enpastillada, y pasa que entre la publicidad y el poder la locura ronda —y marea, como una declaración de Lupita D'Alessio—. Así la iconoclasta unión de políticos y divas se despliegan como pictogramas esotéricos, donde las energías y sueños de una sociedad se unen para ofrecernos jugosas historias de ofensas y promesas. Ahí mismo, al borde de la infamia, se exhibe esa idea de la transparencia que se nutre por igual en el porno que en la política. El discurso político flirtea con la legitimidad igual que lo hace la cámara con la veracidad de coito para una pantalla. La transparencia en un proceso electoral se equipara a las confesiones de Kate del Castillo con un reportero. Bajo los auspicios de la máxima visibilidad se exhibe el corpus del imaginario de una cultura, y resulta tan intangible como el gel de un copete perfecto evaporándose en el aire.

En las galaxias de las estrellas de la imaginación nacional, corroborar suena tan similar a corrosivo —el rimmel que se corre y deforma el rostro con una lágrima dramática—, como también incluye el borrar —lo que se mira cambia al mirarlo—. Pero a veces lo único que parece borroso es la diferencia entre el actor y su personaje, tanto como el de una persona y su nombre. Ya Lacan describía aquel caso de confusión, donde el mendigo que se cree rey no está tan alucinado como el rey que cree, en efecto, ser el rey —así como los lectores nos podemos convencer de que “Ricky Martin es fetichista”. No es lo mismo “así me dicen” que “esto soy”. Cabe preguntarse, pues, sobre cuáles serán los efectos que tendrá en alguien como Michael Jackson despertar para encontrase con Michael Jackson cada mañana en el espejo. Qué rasposa ansiedad, aquella de encarnar un signo ante los otros y luego incluso para sí; qué desolación ver al mundo, de pronto, como el espejo de la bruja de Blanca Nieves, para continuamente cerciorarse de seguir siendo a Vicente Fernández o Gabriela Spanic —aunque en comparación con el efecto bruto de ser Michael Jackson, apenas sea un calambrito.

Así, la imagen ensoñada de sí se pone en juego en las situaciones que el tabloide nos presenta —los adulterios, las querellas, las adicciones, los premios, los paseos al supermercado con lentes oscuros—. Y así como parecen enormes las estrellas y sus vidas, así percibimos nuestras propias vivencias, así de imperativos y singulares nos parecen nuestros sentimientos y melodramas cotidianos. Pasa que ser uno mismo, para sí mismo, suele otorgar una sensación de autoimportancia tan brutal como los sucesos de la farándula. Amamos y lloramos como jamás nadie lo ha hecho antes; nadie entiende, no realmente. En la grandilocuencia de las estrellas vemos nuestros sentimientos en la dimensión en que los vivimos. Y he ahí la genialidad del tabloide: un recordatorio contundente sobre las penosas consecuencias de perder la proporción de sí y tomarse enfermizamente en serio.

Los tabloides son también un espacio de terapia improvisada, donde los famosos son síntomas caricaturizados que sirven de pantalla en blanco para proyectar los traumas propios. Se pasa el rato, a gusto, despotricando, encontrando alivio y olvido en la distancia astral de las estrellas, asociando libremente con sus problemas gástricos o matrimoniales. Entre supuestos engaños y desilusiones, se pasea la imaginación en busca de respuestas a los dilemas afectivos y eróticos. Esto con la satisfacción adicional de la ventaja moral que concede la distancia de la lectura, ya que nos dejan creer, por momentos, que uno jamás sería tan gandalla, cobarde, vanidoso o ingenuo como las estrellas. En esa parodia de la intimidad se puede, por fin, atreverse a preguntar si el orgasmo llega muy pronto o muy tarde, si el busto es muy grande o muy pequeño, si el deseo es normal, si se es adecuado o no. Pero sobre todo, entre tanto “fíjate” y “le dijo y le contestó”, la pregunta que asecha es: ¿qué piensan los otros de mí? Y qué mejor supuesto experto o autoridad cultural, para representar los ideales y protocolos de una sociedad que el icono congelado en la imagen de un diputado fanfarrón, un luchador heroico o una histerizada cantante. Pero eso sí, todo bajo los auspicios del ostracismo en potencia ante la mirada de este panteón de deidades y los tantos otros lectores burlones.

El tabloide se presenta como metafísica: un mundo detrás del mundo. Pero, detrás de las cámaras, ahí están las cámaras. Aquella constelación porta un aura que promete desnudez: ¡por fin la realidad! y el hilo negro de lo sórdido que confirma nuestras sospechas y prejuicios sobre el mundo. Pero ahí, en las galaxias de la fama, entre bisturís y romances fallidos, entre las nebulosas de la intriga, la sospecha y el insulto, no habrá más fondo que lo aparente y nada más aparente que los fantasmas. Un desfile de apetitos obsesos representados por las sugestiones de un guiño de Sabrina o el abdomen de William Levy. Pero la obscenidad jamás termina de llegar, siempre se puede esperar un poco más en esta astrología de perversiones; detrás de la escena, sólo hay más escena. Si la diva se quita toda la ropa y nos desea de vuelta, ya no rondan los goces de la insinuación y el entretenimiento de la insatisfacción. Seguir dando de qué hablar es tanto más fácil si se continua apelando al incógnito morboso. Tantos espectros y fantasías (fantasmas y ansias) que infunden el espacio sideral entre el delicado órgano luminoso que es el ojo y esa imagen idealizada del éxito.

Esa plenitud que se supone en la celebridad contrasta tanto con la quebradiza fragmentación de la imagen propia --aquella que configuramos a tientas entre asteroides de recuerdos, temores y esperanzas--. El tabloide no es nada si no coquetea con el deseo de profanar esa divinidad que otorga la fama. Entre más se intenta humanizar a las celebridades de la farándula, más se mistifica ese quién sabe qué que las hace celebres. Como si tratásemos con una esencia divina en la teología de los medios. Entre más se muestra el plástico de los glúteos o la devastación del cáncer, entre más se exhiben los pleitos y los problemas económicos, más misteriosa parece la fama. Por ello no basta la abyección o lo grotesco de la estrella, ni hay humillación o injuria suficiente; tienen que llorar y sangrar para ver si el dolor puede, al fin, dar fe de su realidad. Deben ser sacrificados y así restituidos al orden de lo inmanente, desposeidos de la trascendencia que la fama les imprime. Ante eso, el chisme responde como Crítica Pura (pura crítica), como Destruktion, procurando con ahínco la devastación de la celebridad, y con ello de cualquier inherencia. Pero entre más destruye más enigma construye, encubierto siempre por el halo de una polémica compulsiva.

Ahí, en la elipsis de estas paradojas del chisme se encuentra lo irresoluble y perturbador de uno mismo abierto a la exploración. Se transpira ese asombro existencial, que los supuestos dilemas e intrigas intentan encubrir como peptobismol conceptual. Pero no se puede evitar que la tela de nuestra fascinación tenga huecos, agruras, donde la trama (el trauma) deambula. Hay pocos sitios tan nítidos para palpar el imaginario de una cultura, con todas las negaciones y síntomas que constituyen el espacio de las fantasías que compartimos. Además, cuesta sólo 10 pesos y viene con fotos de afamadas vedettes en tanga.



miércoles, 1 de junio de 2011

credibilidad


breve reflexión sobre los medios (y el poder) para la revista Animal.


Los medios justifican los medios. De los fines, salvo que en efecto llegue todo a su fin, no se puede concluir mucho más que un rebosante “quizás”. Comoquiera, en lo personal, cuando veo la tele, yo me proyecto. Lo considero un requisito accidental para lograr involucramiento con lo que transcurre en la pantalla. Así, cada que veo la condena de un sujeto en la TV, me veo obligado a preguntarme sobre lo fácil que sería que la televisión arruinara mi reputación, al grado de quebrantar mis relaciones personales, vis a vis, aquello que llamo mi vida. Digo, no que yo sea el tipo más respetable o el parangón de la moralidad, pero el manejo que hace la TV de la imagen de las personas, remite a su capacidad de conferir o retirar credibilidad. Y aquello del credo, según entiendo es un concepto básicamente religioso, ¿no?

Me lo cuestiono cuando veo el caso de Assange (wikileaks) o el más reciente de Strauss-Kahn (el Kalimba gúero del FMI), y en especial cuando observo shows como COPS, o antaño programas como Duro y Directo. Puede también considerarse para este motif cualquier noticiario donde algún ciudadano sea enjuiciado por los medios antes de ser legalmente procesado. Así, viendo cómo inculpan a un hombre de asesinatos seriales en la TV, noto el modo en que mi ojo recorre su rostro, buscando, sin querer, alguna marca de criminalidad en la semántica de su fisiognomía; una suerte de frenología del gandallismo. De tal modo, termino más bien preguntándome sobre cuánto de la culpa que le voy adjudicando deriva más de los efectos de iluminación y edición que otra cosa. ¿Cómo cambiaría, por ejemplo, mi opinión (aún borrosa, debo admitir) sobre el Chapo si cada que lo mostraran en la TV fuera más como un anuncio de Coca-Cola, con música de fondo de Coldplay?


Pero la pregunta neta en este caso es: ¿qué tanto trabajo le costaría a la TV destituir la credibilidad o afecto de tus amigos… de tu familia… de tu pareja? (Tu mascota no aplica, porque no ve la tele ni lee periódicos). Parte del efecto de la TV, según observo, en particular con lo considerado “realidad”, es que obliga al espectador a mirarse como parte del espectáculo. Siendo que pasamos tanto tiempo mirando y deduciendo pasivamente sobre las imágenes que atestiguamos, no es tan fuera de lógica considerar que también aprendemos a mirarnos bajo ciertos criterios. Con todas estas imágenes y retóricas modificando nuestro entorno y nuestra percepción del mismo (y así sucesivamente), se puede comprender porque la palabra intimidad y la palabra intimidación se parecen tanto.

Todas estas reflexiones rondan por mi cabeza con mayor ahínco cuando, por ejemplo, miro al presidente Obama interrumpiendo la programación habitual, con su impecable elocución, para anunciar la muerte del hombre más buscado en el mundo (su casi-tocayo Osama). Todo esto, claro, en horas pico de un fin de semana de ratings abrumadores tras la boda real y la beatificación de Juan Pablo II. Lo que es ciertamente apabullante es cómo todas estas figuras tienen cupo en nuestras psiques y los imaginarios sociales (junto a Michael Jackson, Evita, el Hombre Marlboro y Bono). Estos personajes que deambulan por la pantalla, volviéndose más reales que la realidad, se han vuelto referencias para la definición de lo que consideramos día a día La Historia. En otras palabras, dan la impresión de una gran narrativa de la cual somos participes, una narrativa que logra competir por volumen (como en una suerte de crossfade) con la narrativa personal a la que tanto empeño ponemos. Por ello, creo que la palabra “política” bien podría extenderse a la proliferación de sitcoms contemporáneos, con toda su ironía autoreflexiva como modelo de subjetividad pasiva, o a los llantos de telenovela como grado cero del humanismo posmo.


Para mí —y esto es generacional— resulta casi imposible imaginar un mundo antes de la TV. No lo habría siquiera considerado de no ser por una reciente lectura de un pequeño libro de Eduardo Liendo: El mago de la cara de vidrio (Ediciones Colihue, 2006). En esta breve novela, el autor venezolano se remite a la época cuando los televisores se comenzaron a producir masivamente y entraban por primera vez a las casas. Describe así, cuando llega la TV a casa de una familia, y cómo el padre, quien se ve desplazado por el aparato, sospecha de que este “mago con cara de vidrio” hable con su familia todo el día. Y peor aún, que ellos le otorguen tanta atención y devoción. Al final, el protagonista pierde la batalla contra el televisor, que termina por quedarse definitivamente en su casa, como un huésped inadvertido e invencible.

En otras palabras, lo que el protagonista nota es que su familia responde al “mago de la cara de vidrio” presentando los síntomas de un muy avanzado síndrome de Estocolmo. En este caso dicha patología tiene varias connotaciones: 1) se refiere a la negación torno a los hechos que desarrolla la víctima de un secuestro aunado a una especie de encariñamiento con sus captores; y 2), porque uno de los casos más populares de dicha sintomatología se dio con la nieta de Randolph Hearst, el magnate mediático, en quien se basa el personaje central de Ciudadano Kane. El caso es más allá de curioso: el reino mediático de los Hearst no pudo prevenir que en febrero del 74, Patricia Hearst fuese secuestrada por el llamado Ejército Simbionés de Liberación. Posterior al secuestro, Patty fue vista asaltando bancos a mano armada y además se le escucha en grabaciones defendiendo los ideales del Ejercito Simbionés. Tras obtener cuantiosas donaciones de comida para los pobres, la mayoría de los miembros del Ejercito Simbionés fueron asesinados y Patty, tras el rescate, llevada a juicio. Patty Hearst cumplió una condena que el presidente Carter redujo y décadas más tarde, fue indultada por el presidente Bill Clinton (¿buenos contactos?). Ahora podemos ver a Patty en algunas películas de John Waters, pero su persona pública habrá siempre de llevar un halo de incertidumbre, sobre si en efecto fue síndrome de Estocolmo, o si fue parte de su propio y maquiavélico plan. Quizás ni siquiera ella lo sepa.
De tal modo, el dilema no es necesariamente sobre los contenidos y estilos de los medios per se, sino las relaciones que mantienen éstos con los gobiernos y los monopolios que dichos gobiernos permiten. La TV per se no deja de ser buena compañía en la soledad, insomnio, aburrimiento, tedio, enfermedad, etc., y no deja, sencillamente de entretener. Digo, siempre se puede cambiar de canal o apagar el aparato. ¿O será que yo también padezco síndrome de Estocolmo?