martes, 22 de enero de 2013

Se fueron. Y seguimos.




Esta es para ustedes, culeros;
los que no regresaron.

Y va porque va, compas,
porque
tuve que abrazar el cuerpo entumido de sus madres,
temer el abismo terrenal de sus ojos, ya
sin flama, ni nada que ver
con el curso del mundo. 
Tuve que sostenerles la mano
fría. Y quise
suavizar el gesto congelado en sus caras
-el botox y el trauma maternos-,
porque los extrañan, a ustedes
culeros. Pasar frente al féretro
y no dar crédito
de que aún parecían burlarse con el sarcasmo habitual, y encontrar más
ternura en sus caras del que los supe capaces. Casi demasiado, era. Incrédulo
 ante su semblante final, sin querer admitir
que el opio fuese capaz
de eso: dejarlos
sin chiste. A ti
y a tu linda novia. Como la frase de remate
de una broma pesada; y el tarolazo que nunca llega.

Me vi obligado a
explicar, por mi propia angustia, más
que por alguna suerte de verdad
lo que tantas religiones dicen
sobre la muerte, elaborando
el bardo thodol torno a la luz
 fluorescente de un hospital, y las sirenas
de las patrullas reflejadas en, en,
en las vías del tren ligero. Y tú, tú
tus últimas palabras
tatuadas en mi médula, culero;
los huesos de este que sigue aquí, más por suerte
que por virtud, o talento, acaso,
lo admito. Y tú, tú, tus últimas palabras:
“ahora que quiero,
ya no puedo”,
me dijiste, culero, y aún
te escucho, carnal. Tu voz de nuevo la de un niño,
drenada por el bicho. Sí,
ese bicho que conozco bajo la piel. Ese mismo. Tuve
que recordar tu vitalidad, culero, solo
meses atrás, bailando en la sala.
Esas de Guns, esas que nos gustaban, esas que coreabas
cuando nadie creía en mi guitarra.
Y gritabas incongruencias, las de siempre;
saltando dos metáforas para entenderte. Pero, ya no tenía la paciencia,
para jugar a oráculo de dionisio. Albureando
A mi chica, a pesar de mi
irritación. Ya no
era el chamaco esperando
que pusieras el papel en la mesa,
para esconderme las tres
en el hueco bajo el pulgar.
Y mejor darle a la aguja. Aunque siempre
me dijiste que con las agujas no, que
para ser macizos, hay que ponerse verga. Mientras ahora,
ya ni agua
podías tomar. Y mojaban tus labios
con una esponja, y con piedad.



Tú:
Renuncié a tu palabra, culero;
no era posible
que hubieses jurado no más. No de a verdad. Olvidamos ambos
que yo también he estado
en ese estado. Y que tampoco
podrías creerme ni una sola sílaba. Ni una sola excusa, ni
un solo cuento mágico de mi nueva vida, o mis tantos
sueños, y mis ganas de vivir y
la chingada, ni una sola
de mis torpes tretas
para talonear a quien se pusiera enfrente. Pesos y más pesos;
el peso de una dosis más; y el hambre.
(Con razón veía películas de vampiros, cada que podía. Como tú
Las de narcos.)
Por una dosis más. Una más
y taloneaste
hasta a tu jefecita, hasta
dejarla sin un solo billete . No,
no tienes madre, culero. Y sé que te duele, culero. Y quisiera que no, culero.
Pero conozco el bicho. ¿qué puedo yo
decirte? Ahora que te imagino, porque te he
visto: con una automática bajo la almohada, y tus sueños de realpolitik y
5 gramos de soda en la mesa; la quijada trabada, la mirada
pegada a los monitores de seguridad,
desde tu cama, con
 esa pendeja. Pero solo ella te aguanta, culero.
Porque anda igual de panque. Y así es esto.
No es reclamo; no soy quién, para enjuiciar
a un compa, culero. Pero te he extrañado
hasta cuando te veo, carnal.

Y los he escuchado hablar
de lo mismo
como si la prepa nunca hubiese terminado, como si
la palabra amor corrigiese todos
los males del mundo, como si el ácido fuese la democracia
espiritual, como si las tachas salvarán el kundalini
planetario, como si hubiesen llegado
a algún lugar recóndito de la mente, como si Maria Sabina fuese la virgen que les habla, como si sus vidas no fueran un sitcom cualquiera, como si fueran más especiales que el malvavisco en el cereal, como si fuese novedad
la estupidez, como si repetirse fuese
gracia, como si el ingenio de otros que crees que es tuyo te pudiese salvar de algo,
de ti, culero. De tu mano
sobre la pipa o el encendedor cuando no está
metida en tu pastillero chic.

Tú:
con la cabeza ensangrentada, debajo
del puesto de tacos, balbuceando
Tras otra madriza
 por defender tus tenis
y tu dosis, por otra empolvada noche en el parque. Y toparte
vendiendo el periódico en una esquina,
a sabiendas de que seguro aún
juegas ajedrez como nadie, culero.
O tú, culero, que de nuevo
vas a casa de tu madre, la que te hace creer
que eres un pequeño Zeus,
a pesar de que golpeas a tu mujer. Y amenazas
con colgarte del poste de luz
con las sábanas de tu hijo. Pero él ya creció.



O tú, culero,
culero como yo,
yo como tú, culero, he visto
las nubes bailar, y soñado
sin soñar en estar más
y más hasta atrás, más acá que el más acá. Esnifear el ojo de la deidad hecho vidrio sobre el cristal. En el limbo, entre el olvido
y alguna errática genialidad casi eléctrica.
Otro descubrimiento fugaz; de esos que suenan tan bien
de momento, y luego nada. Procurar las alas del dragón,
al fondo de la jeringa. Conjurar el filo
de la lucidez entre el tintineo de los hielos. También yo, culero,
yo culero
he adorado lo inmediato,
para llorarle a una nostalgia que ni quiero
pero cala.

Tú:
Con tus dientes rechinando
apuntando una 45 a mi cara, mientras ella llora
como niña, siendo ya una mujer
adulta, temerosa, brillante.

Tú:
que no sales de tu cuarto y todo huele a orina de perro, y mota
gourmet de revista;
y juegas x-box día y noche
como si fuese posible
ya ni ser de aquí, culero.

Tú:
que veías ovnis
y hacías llorar a tus hijos
cada que el thinner
te asistía en borrar
el paso del tiempo, culero.

Tú:
aún te ríes de los mismos chistes, te inventas padecimientos
con tal de no soltar
una sola neta,
porque ya ni la conoces, culero. Y eso que es
tu neta, culero.

Tú:
con tus miles de años sobrio
y tus consejos que nadie pidió, santurrón.

Tú:
Que te llevaba tus pastillas
de la enfermería hasta tu cuarto, culero.
El día que se me olvidaron
hablabas con la tv
y me sacudías, desesperado
preguntando por tu hija que era la hija del sol la hija de tu doble que eres tú cuando las naves no te dotaban de metanfetamina astral.

Tú:
20 anexos,
carne de cañón, culero.

Tú:
Aún hablas
como si sostuvieras una lata
en la mano,
a pesar de los años sin quemar.

Tú:
que encontraste a dios,
y pareciese que éste te violó a placer.

Tú:
que respiras hondo
cuando regresan las visiones.

Tú:
te vi en cana, ¿te acuerdas?
Aprendiendo a reír de nuevo. Aunque esos años dentro
también te dejasen chimuelo.

Esta es para ustedes, culeros. Ustedes
los que se fueron. Y por
nosotros, los que quedamos.
Una pizca de chiva al aire, un sorbo de caguama a la banqueta, otra bocanada
de humo por la ventana, una piedra arrojada hacia los dientes descalcificados del Goliat. Otro día sin morir, compaas, otra noche
 sin dormir, compas. Salud, compas,
 salud.


lunes, 14 de enero de 2013

Bajo el hechizo del 13

Acá va mi artículo de ayer en el Reforma.



Jamás he estado en un piso 13. No es que los evada, sencillamente no he tenido el honor. He estado en varios décimo terceros pisos e, incluso, he subido 13 pisos de escaleras para toparme, sin aliento, con el piso 14 o el 12-A. Es curioso que a pesar de encontrarse a 13 pisos del suelo no lleven el símbolo numérico correspondiente. En sentido estricto, siguen siendo el décimo tercer piso. Pero así funciona la superstición: las ganas de creer rebasan, sin reserva, cualquier evidencia. Ya en funcionamiento alguna superstición, poco importa que sean profecías aterradoras, lo crucial es que todo tenga un porqué. Los supersticiosos prefieren un mundo lleno de malos augurios que cualquier hueco en la trama.
El número 13, en tanto signo, surge para representar una cantidad numérica. Son obviedades, claro, pero hay pocas cosas tan pasadas por alto como una obviedad. Cuando hay 13 cosas de cualquier índole (13 huevos, por ejemplo, con uno de ellos rompiendo la acostumbrada docena) se les nombra con el número 13. Lo peculiar es que, con el tiempo, las leyendas acumuladas y las tantas patologías que enreda la civilización, sea el signo y no la cantidad lo que se niegue en edificios. Y, por supuesto, también en asientos de aviones, autos de Fórmula 1 o hasta, se supone, el Office 13 que Microsoft no lanzará, saltándose directo al 14. En otras palabras, este sobregiro simbólico rebasa lo concreto. Como si pasando el 12, ese mismo 12 que impusieron los antiguos romanos a los meses (aunque diciembre siga refiriéndose al décimo y no al décimo segundo), hubiese un abismo.
Es como un mal viaje de LSD a la Dan Brown. Se persigue un símbolo tras otro, para llegar a resolver una trama que bien podría haber prescindido de toda la faena de pistas y criptogramas. El regodeo simbólico como placer por sí mismo. (Y vaya que respeto más a Brown, como autor, best seller y demás, que a los tantos autores sofisticados que hacen lo mismo, pero haciéndose los interesantes, como si ellos mismos fueran la pista o el Santo Grial. Además, sus obras no suelen verse en pantalla grande con Audrey Tautou).

Pero así como nunca he estado en un piso 13, tampoco viví en Los Ángeles en los años 1930. Y podría morir tranquilo tanto si lo hiciese como si no. Pero ahí donde no he estado, el cine hace su casa. El piso 13 (Columbia Pictures, 1999) fue una de esas tantas cintas de cambio de milenio (del 20 al 21) que intentaron lidiar con la angustia sobre el estatus de la realidad. La virtualidad iba en auge, haciendo añicos la idea de que la realidad no podía ser imitada, o acaso ya una imitación. Películas como Matrix, Exiztenz, Nirvana o hasta Total Recall tocan esa entonces dicotomía de realidad/virtualidad. En El piso 13, dirigida por Josef Rusnak, el espacio que lleva el nombre de la cinta es el centro de operaciones de un simulador de realidad virtual. Dicho aparato se encontraba en el futuro cercano, pero por pura nostalgia simulaba la más cruda realidad de Los Ángeles en 1937. El asunto se torna más enredoso cuando, al salir del simulador, los protagonistas se encuentran con que están, realmente, inmersos en otro simulador y así sucesivamente. Implicando que podrían estar siempre en un simulador y que a) desconocen la realidad como tal, y/o b) tal cosa (la realidad) no existe ni importa tanto.
Me parece atinada la analogía de la película. El uso del piso 13, aquel lugar que existe y no existe, aquel sitio abnegado en tantas culturas “civilizadas”, como el lugar donde se guarda el oscuro secreto: la realidad no es tan real. Como si afuera del reloj y sus 12 números se cayera el mundo. El mundo como es y el mundo como lo veo difieren ampliamente, según me dicen. Somos más supersticiosos de lo que nos gusta creer; quizá creer que no somos supersticiosos es sólo la más perniciosa de nuestras supersticiones. Al número 13 se le atribuyen cualidades que no tiene en sí. Tal como nosotros nos proyectamos, adjudicando a otros características que no tienen. Si creen que no, sólo pregunten a cualquier persona que haya vivido una relación amorosa. El temor al 13 se usa para suprimir el sinsentido y las dudas existenciales en general. Tal como quien niega la verdadera naturaleza de su pareja en turno, para mejor vivir su propio idilio. Todo fetiche sirve para encubrir. La triscaidecafobia (miedo irracional al número 13) tiene una función similar a la de ese piso 13 en la película: cubrir cualquier forma de azar o causalidad ignorada con la noción de buena o mala suerte. Cubrir aquella posibilidad de que la realidad no es tan real.
Pero ¿por qué el número 13? Para los junkies de la numerología todo número está lleno de implicaciones. Que si el 7 es celestial, el 9 es la plenitud y el 3, la Santísima Trinidad. Y no es que los números no hagan “magia”; para saberlo, basta ver un avión volando, la entrada de una catedral o los gráficos de un juego de video. Pero la mala fama del número 13 es también bastante evidente: El mundo occidental y el calendario globalmente impuesto por esta cultura se sostiene del mito cristiano, y de su texto oficial: la Biblia. 
De tal suerte, el que hayan estado 13 sujetos echando taco en la llamada Última Cena le ha dado mala reputación al número 13. Es indicador de que el complejo mesiánico es más común de lo que se piensa. Como si por sumarte a una cena donde hay 12 personas ya hay señales de peligro, porque obvio tú también, al igual que tantos pacientes psiquiátricos, eres el/la mesías. De ahí sólo hace falta un salto: ya ni se necesitan 13 personas, ni una mesa, ni una cena, sino que ya el número, el signo, solito y sin mayor contexto, indica pronta traición y muerte. 

De ahí ya puede asociarse histéricamente sin pudor alguno: la décima tercera carta del tarot es la Muerte (que por más que te digan que es buen augurio de “cambio” y no sé qué tanto, se ve muy fea esa calavera); 13 eran los meses del calendario pagano (lunar); Loki, el divino engañifa de la mitología nórdica, es el décimo tercer dios de su panteón, y en el credo abrahámico algunos consideran a Satanás como el décimo tercer ángel y aseguran que tiene 13 nombres, así en el décimo tercer libro del Apocalipsis se habla del Anticristo (la Bestia y otro número temido: 666), y, claro, existen los martes y viernes 13. Detrás de cada dato que atribuye mala leche al número 13, suele haber una leyenda o un hecho histórico tergiversado (rara vez distingo la diferencia): el viernes 13 de octubre de 1307, Felipe IV, Rey de Francia, manda arrestar a los caballeros templarios. Los acusa ante la Santa Inquisición de sodomía, idolatría [sic] y blasfemia; aunque, como con cualquier pandilla, fue por poder y dinero. Para los supersticiosos fue un viernes oscuro en la historia.
Pero las anécdotas están llenas de presunciones, y el simbolismo acaba siendo tan denso, e inconsecuente, como el humo en un fumadero en Garibaldi. Incluso, un viernes 13 no es ni viernes ni es 13, esos son datos imputados para dar una configuración simbólica a aquello que llamamos tiempo. De tal suerte, este año 2013, bien podría llamarse de cualquier otra forma, o ser designado con otro número o con galletas de animalitos. No me parece que tenga mayor augurio que el que nuestros esfuerzos permitan. Esto no quita que la psique participe en la alteración del mundo con base en signos, metáforas, asociaciones y demás. Pero entramos al terreno de lo que se conoce en inglés como self-fulfilling prophecy: una predisposición a creer que distorsiona la percepción y con ello la conducta. Como quienes atribuyen el penoso desenlace del Apollo 13 al número 13 y no a los tantos detalles que implica enviar una nave terrestre a la Luna.
Todo este hechizo del 13 es del reino de los hombres y no una pericia del cosmos o de un dios o como quieran llamarle. El único cuidado que tendría respecto al 13 sería: de tatuarme un 13, me aseguraría de que lleve detrás una herradura o unos dados. Para dejar claro que es para representar un signo de buena (o mala) suerte. Porque de no hacerlo, hay lugares donde me pueden confundir con los miembros de algunas pandillas que utilizan al 13 como marca para referirse a la letra 'M' o a un código postal. Por un detalle así hay lugares donde te parten toda la cara sin mayor consideración, sin importar que sea o no viernes 13.




viernes, 4 de enero de 2013

3D


Inmaculada concepción


Mi colaboración navideña para RAZtudio


Dada la tecnología a la que tenemos acceso, hoy en día la inseminación artificial es una práctica común. Pero por los requerimientos técnicos, dudo mucho que haya sido posible o eficiente hace 2000 años. Comoquiera, el mito cristiano recurre a la leyenda de una inmaculada concepción para dar origen a la encarnación de su deidad: Cristo. Es sentido común considerar que una virgen no podría estar embarazada hace 2000 años. Pero el sentido común suele quebrarse cuando se busca el origen de las cosas. Como, por ejemplo, cuando un niño comienza a preguntar una y otra vez “porqué”, obligando al adulto a irritarse o admitir su propia ignorancia ante lo (aún) inefable.
Dónde un adulto asume que “no sabe”, la religión construye mitos. Generalmente hace deidad a la ignorancia. Así, yo crecí con una irritación característica de cualquier cínico ante la idea de la inmaculada concepción. Me parecía tan solo otra muestra de aquella perversa negación de la sexualidad humana tan propia de la Iglesia. Sin embargo, una tarde, recorriendo un museo, gracias al espacio y el contexto, pude tener una apreciación variada del tema. Frente al cuadro de una virgen con niño, -estando la imagen fuera de una iglesia- pude observarlo con cierta frescura.

Quizás por primera vez en mi vida miraba una ícono cristiano sin todo el repudio que me suelen causar. Incluso pude asociarlo con las imágenes de budas follando tan prominentes en el budismo tántrico; así, considerando el simbolismo de la misma. En las imágenes del budismo tántrico, dos budas follando son la representación de la indivisibilidad de la claridad y la luminosidad de la mente, y el modo en que su interpenetración es un gran regocijo. Contemplando la imagen de la virgen amamantando a su hijo [sic], llegué a la siguiente conclusión: 1) tal ícono y mito precede al cristianismo, y fue, como todos sus símbolos, apropiado de las tradiciones que iban colonizando en su kitsch imperialista.
Sí, de hecho es una de tantas concepciones inmaculadas presentes en tantas tradiciones; y sí, muchas preceden al cristianismo. Por ejemplo: Perseo es hijo de la virgen Danae, la madre del Buda fue preñada por un elefante (obvio sin penetración, dicen), Krishna fue dado a luz por una virginal Devaka, tanto como Horus nació de la virgen Isis, por mencionar solo algunos. Por ello, llegué a la siguiente conclusión: el símbolo de la virgen embarazada es otra manera de representar el origen del universo. ¿Acaso no una virgen embarazada es una manera perfecta de representar la paradoja de porqué hay algo en vez de nada?
Al mirar ese pequeño cuadro concebí [sic] que la virgen con niño es una manera antaña de elucidar sobre el origen del universo o de la vida misma: una paradoja. Es decir, el universo (por así llamarle) no puede surgir de la nada, por que la nada, si es nada, pues no existe y punto. Sin embargo, aquí estamos, ahora mismo, teniendo una experiencia vívida e innegable. Entonces, ¿cómo puede algo tener y carecer un origen al mismo tiempo? El bosón de Higgs es una aproximación a tal misterio, digamos; pero la virgen con niño es una representación antopomorfizada del mismo fenómeno.

Pero la Iglesia ha hecho de esto, para variar, otra representación de su necrofilia platónica bizarra. El gran problema con su (per)versión de la virginidad es que lo toman como algo literal, y no como una representación simbólica. Es un problema de interpretación del que padecen comúnmente. Similar a un psicótico que no comprende que al decirle “buenos días” se le está saludando y se queda considerando si, en efecto, son “buenos” los “días”. Pasa que la solemnidad es mala consejera a la hora de interpretar un símbolo, ya que descarta cualquier ironía o paradoja. De paso hacen de lado la sencilla verdad de que en tiempos antiguos las personas también tenían sentido del humor, y también albureaban.
Entonces terminamos con una suerte de culto a la virginidad, a la negación del cuerpo y su desarrollo sexual pleno, a la exploración de los sentidos. Así a cambio de una representación magnífica de la paradoja de la existencia y el asombro ante este hecho básico, se ofrece un repudio a la experiencia personal y empírica. Exhiben un asco extraño por la generación misma de la vida, a cambio de fantasmas y una eternidad siempre diferida y basada en un código de conducta que dista de cualquier sesgo de criterio propio. Con sus interpretaciones literales, brutas, tantas religiones parecen decretar que no se debe confiar en lo que se percibe de primera mano a través de los sentidos. Rechazan aquel empirismo que ha dado cauce a las ciencias, sí, esas cuyos frutos procuran mejorar y prolongar la vida humana. Y entre cuyos desarrollos se encuentra la posibilidad de la inseminación artificial para quienes llegan a tener problemas de fertilidad. Solo espero que la próxima vez que miren la imagen de una virgen con niño, sepan que nada tiene que ver con la virginidad, sino con la generación y el origen paradójico de este irrepetible instante.